29 jul 2011

Las 12 Pruebas de la Inexistencia de Dios: Tercera Parte


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QUINTO ARGUMENTO: EL SER INMUTABLE NO PUEDE HABER CREADO

Si Dios existe, es inmutable. No cambia, no puede cambiar. Mientras que en la Naturaleza, todo se modifica, se metamorfosea, se transforma, mientras que nada es perdurable y que todo se realiza. Dios, punto fijo, inmóvil en el tiempo y en el espacio, no está sujeto a modificación alguna, no conoce ni puede conocer cambio alguno.

Es hoy lo que era ayer; será mañana lo que es hoy. Que se mire a Dios en la lejanía de los siglos más remotos o en la de los siglos futuros, es constantemente idéntico a sí mismo.

Dios es inmutable.

Yo considero que, si él ha creado, no es inmutable, porque en este caso, ha cambiado dos veces. Determinarse a querer, es cambiar; resulta evidente que hay un cambio entre el ser que no quiere aun y el ser que quiere.

Si yo quiero hoy lo que no quería, lo que no pensaba hace 48 horas es que se ha producido en mí o en torno a mí una o varias circunstancias que me han determinado a querer. Este querer de nuevo constituye una modificación; no hay duda: es indiscutible.



Paralelamente: determinarse a obrar, u obrar, es modificar.

Además, es cierto que esta doble modificación: querer obrar, es tanto más considerable y acusada cuanto más se trata de una resolución más grave y de una acción más importante.

¿Dios ha creado, decís? Sea. Luego ha cambiado dos veces: la primera, cuando ha tomado la determinación de crear; la segunda, cuando poniendo en ejecución su determinación, ha cumplido el gesto creador.

Si ha cambiado dos veces no es inmutable. Y si no es inmutable, no es Dios. No existe.

El ser inmutable no puede haber creado.

SEXTO ARGUMENTO: DIOS NO PUEDE HABER CREADO SIN MOTIVO; ESO SUPUESTO, ES IMPOSIBLE DISCERNIR UNO SOLO

De cualquier lado que se examine, la creación resta inexplicable, enigmática, vacía de sentido.

Y salta a la vista que, si Dios ha creado es imposible admitir que haya cumplido este acto grandioso y del cual las consecuencias debían ser fatalmente proporcionales al acto mismo, por consiguiente, incalculables, sin haberse determinado a ello por una razón de primer orden.

Y bien. ¿Cuál será esta razón? ¿Por qué motivo Dios se ha podido determinar a crear? ¿Qué móvil le ha impulsado? ¿Qué deseo le ha tomado? ¿Qué propósito se ha formado? ¿Qué objeto ha perseguido? ¿Qué fin se ha propuesto?

Multiplicad, en este orden de ideas, las cuestiones y las cuestiones, dadle vueltas y más vueltas al problema; examinando bajo todos sus aspectos; examinadlo en todos los sentidos y yo os reto a resolverlo de otra manera que no sea por cuentos o por sutilidades.

Mirad: he aquí a un niño educado en la religión cristiana: su catecismo le afirma, sus maestros le enseñan que es Dios quien lo ha creado y lo ha puesto en el mundo. Suponed que él se hace esta pregunta: ¿Por qué Dios me ha creado y me ha puesto en el mundo? Y que quiera encontrar una respuesta seria y razonable. No podrá obtenerla. Suponed todavía que, confiando en la experiencia y en el saber de sus educadores, persuadido que por el carácter sagrado de que curas y pastores están revestidos por los conocimientos especiales que poseen y por las gracias particulares; convencido que por su cantidad, ellos están más cerca de Dios que él y mejor iniciados que él a las verdades reveladas, suponed que este niño tenga la curiosidad de pedir a sus maestros porqué Dios le ha creado y le ha puesto en el Mundo: yo afirmo que ellos no pueden dar a esta simple interrogación respuesta alguna satisfactoria, sensata.

En verdad, no la hay.

Apuremos más de cerca la cuestión, profundicemos el problema.

Por medio del pensamiento, examinemos a Dios antes de la creación. Tomémoslo en su sentido absoluto. Está solo. Se basta a sí mismo. Es perfectamente sabio, perfectamente feliz, perfectamente poderoso. Nada puede acrecentar su sabiduría; nada puede acrecentar su felicidad; nada puede fortificar su Potencia.

Este Dios no puede experimentar ningún deseo, puesto que su felicidad es infinita; no puede perseguir ningún objeto, puesto que nada le falta a su perfección; no puede formar ningún propósito, puesto que nada puede disminuir su potencia; no puede determinarse a querer, puesto que no experimenta necesidad alguna.

¡Vamos! ¡Filósofos profundos pensadores sutiles, teólogos, prestigiosos, responden a este niño que os interroga y decidle porqué Dios lo ha creado y lo ha puesto en el Mundo!

Estoy bien tranquilo: no podéis responder, al menos que no digáis: “Los designios de Dios son impenetrables”, y que no deis esta respuesta como suficiente.

Y prudentemente obraréis, absteniéndoos de dar respuesta, pues toda respuesta, os lo prevengo caritativamente sería la ruina de vuestro sistema el hundimiento de vuestro Dios.

La conclusión se impone, lógica implacable: Dios, si ha creado, ha creado sin motivo, sin saber porqué, sin objetivo.

Sabéis camaradas, ¿A dónde nos conducen forzosamente las consecuencias de tal conclusión?

Vais a verlo.

Lo que diferencia los actos de un hombre dotado de razón de los actos de un hombre atacado de demencia; lo que hace que uno sea responsable y el otro no lo sea, es que un hombre en sus cabales sabe siempre, en todos los casos puede saber, cuándo obra, cuáles son los móviles que le han impulsado, cuáles los motivos que le han determinado a obrar. Cuándo se trata de una acción importante y cuyas consecuencias pueden comprometer pesadamente su responsabilidad, basta que el hombre en posesión de razón de repliegue en sí mismo; se libre a un examen de conciencia serio, persistente e imparcial, basta que, por el recuerdo reconstituya el cuadro en el que los acontecimientos le han encerrado; en una palabra, que él reviva la hora transcurrida, para que llegue a discernir el mecanismo de los movimientos que la han hecho obrar.

No está siempre orgulloso de los móviles que le han impulsado. Enrojece a menudo de las razones que le han determinado a obrar. Pero esos motivos, sean nobles o viles, generosos o bajos, llega siempre a descubrirlos.

Un loco, al contrario, obra sin saber porqué. Su acto realizado, aun el más cargado en consecuencias, interrogadle, apremiadle con preguntas; insistid; acosadle: El pobre demente balbucirá algunas locuras y no le arrancareis a sus incoherencias.

Lo que diferencia los actos de un hombre sensato de los actos de un insensato, es que los actos del primero se explican, es que tienen una razón de ser, es que se distingue en ellos la causa y el objetivo, el origen y el fin, mientras que los actos de un hombre privado de razón no se explican, es incapaz él mismo de discernir la causa y el objetivo; no tiene razón de ser.

Y bien: Si Dios ha creado, sin objeto, sin motivo, ha obrado a la manera de un loco y la Creación aparece como un acto de demencia.

DOS OBJECIONES CAPITALES

Para acabar con el Dios de la Creación, me parece indispensable examinar dos objeciones.

Vosotros pensáis que aquí las objeciones abundan; también, cuando yo hablo de objeciones a estudiar, hablo de objeciones capitales, clásicas.

Estas dos objeciones tienen tanta más importancia, cuanto que, con el hábito de la discusión, se pueden condensar todas las otras en ellas.

PRIMERA OBJECIÓN

Se me dice:

“No tiene usted derecho a hablar de Dios como usted lo hace. Nos presenta usted un Dios caricatural, sistemáticamente empequeñecido a las proporciones que se digna acordarle su entendimiento. Ese Dios no es el nuestro. El nuestro usted no puede concebirlo, pues él le escapa, se excede de usted. Sepa usted que aquello que parecería fabuloso al hombre más poderoso, más potente, en fuerza y en energía, en sabiduría y en saber, para Dios no es más que un juego de niños. No olvide usted que la Humanidad no puede moverse en el mismo plan que la Divinidad. No pierda usted de vista que asimismo le es imposible al hombre comprender la forma de actuar de Dios, como le es imposible a los minerales imaginar las formas de actuar de los animales y a los animales comprender los modos de actuar de los hombres.

"Dios se eleva a alturas que usted no puede alcanzar: ocupa cimas que para usted son y serán siempre inaccesibles.

"Sepa usted que por extraordinaria que sea la magnificencia de una inteligencia humana, por grande que sea el esfuerzo realizado por esta inteligencia, cualquiera que sea la persistencia de este esfuerzo, jamás la inteligencia humana podrá elevarse hasta Dios. En fin, dése usted cuenta que, por vasto que él sea, el cerebro del hombre es finito y que, por consecuencia, no puede concebir lo infinito.

"Tenga usted, pues la lealtentada por la tercera.

Para que un silogismo sea inatacable, precisa: 1º, que la mayor y la menor sean exactas; 2º, que la tercera proposición resulte lógicamente de las dos primeras.

Si el silogismo de los filósofos espiritualistas reúne estas dos condiciones, es irrefutable y sólo me resta inclinarme; pero si le falta una sola de estas dos condiciones, êl humilde mortal que yo soy. Me complace no apartarme de ella.

¿Dicen ustedes que Dios me excede, me escapa? Sea. Consiento en reconocerlo; asimismo afirmar que lo finito no puede concebir ni explicar deseo de oponerme a ella. Henos, pues, hasta ahora, completamente de acuerdo y espero que estarán ustedes contentos.

Solamente, señores, permitan que, a mi vez, les dé los mismos consejos de lealtad; soporten ustedes que, a mi vez, les aconseje la misma modestia. ¿No son ustedes hombres, como yo soy? ¿Dios no les escapa a ustedes, como se escapa a mí? ¿No les sobrepasa, como a mí me sobrepasa? ¿Tendrán ustedes la pretensión de moverse en el mismo plano que la divinidad? ¿Tendrá ustedes el atrevimiento de pensar y la tontería de decir que, de un aletazo, se han elevado ustedes a las cimas que Dios ocupa? ¿Serán ustedes presuntuosos hasta el punto de afirmar que su cerebro finito abarca lo infinito?

No les hago la injuria, señores, de creerlos atacados de tan extravagante vanidad.

Tengan pues, como yo, la lealtad y la modestia de confesar que si me es imposible comprender y explicar a Dios, ustedes de encuentran en la misma imposibilidad. Tengan la probidad de reconocer que, si bien yo no puedo negarle, por la imposibilidad en que me encuentro de concebirle y de explicarle, tampoco pueden ustedes afirmarlo, por las mismas razones que yo.

Y guárdense ustedes de creer que nos encontramos juntos en el mismo sitio. Son ustedes los primeros que han afirmado la existencia de Dios; por lo mismo deben ser ustedes los primeros que ponga fin a sus afirmaciones. ¿Acaso habría yo pensado en negar a Dios, si, cuando aún era un niño, no me hubiera obligado a creer en él? ¿Si, ya adulto, no lo hubiese oído afirmar constantemente en torno a mí? ¿Sí, ya hombre, mis miradas no hubiesen visto constantemente Iglesias y Templos elevados a Dios?

Son sus afirmaciones las que provocan y justifican mi negación.

Cesen ustedes de afirmar y yo cesaré de negar.

SEGUNDA OBJECIÓN

“NO HAY EFECTO SIN CAUSA”

La segunda objeción parece mucho más temible. Muchos la consideran aún sin replica. Ella es formulada por filósofos espiritualistas.

Esos señores nos dicen sentenciosamente: “No hay efecto sin causa; por lo tanto, el Universo es un efecto; este efecto tiene una causa a la que llamamos Dios”.

El argumento está bien presentado; parece bien construido; aparentemente bien armado.

Pero todo depende de comprobar si lo es verdaderamente.

Este razonamiento es lo que, en lógica, llamamos un silogismo. Un silogismo es un argumento compuesto de tres proposiciones: la mayor, la menor y la consecuencia, y comprende dos partes: las premisas, constituidas por las dos primeras proposiciones, y la conclusión, representada por la tercera.

Para que un silogismo sea inatacable, precisa: 1º, que la mayor y la menor sean exactas; 2º, que la tercera proposición resulte lógicamente de las dos primeras.

Si el silogismo de los filósofos espiritualistas reúne estas dos condiciones, es irrefutable y sólo me resta inclinarme; pero si le falta una sola de estas dos condiciones, él es nulo y sin valor, y el argumento se hunde por entero.

Para conocer el valor, examinemos las tres proposiciones que lo componen:

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