29 jun 2011

Parentescos sorprendentes: Puente y pontífice

Pontífice y Pontevedra:


En esta ocasión, señores, la cosa va de puentes. Y no de puentes metafóricos, sino de puentes verdaderos. Cuando hablo de puentes metafóricos me refiero, por ejemplo, al puente aéreo que enlaza por avión dos localidades importantes con vuelos frecuentes; el puente festivo que se aprovecha para empalmar un fin de semana con una fiesta cercana (el long weekend de los anglohablantes); el puente odontológico que permite fijar una prótesis dental uniéndola a los dientes o muelas naturales; el puente gimnástico que arquea el cuerpo hacia atrás apoyándose sólo sobre pies y manos, o el anatómico puente de Varolio localizado en el tronco encefálico, entre el bulbo raquídeo y el mesencéfalo. Y cuando hablo de puentes verdaderos me refiero, claro, a los construidos por el hombre desde tiempos inmemoriales para poder atravesar ríos, lagos, bahías o estrechos marítimos.

Desde el simple tronco de árbol atravesado de una a otra orilla hasta los modernos puentes colgantes, los hallamos por doquier y de mil formas distintas. Algunos de ellos, famosísimos. Pensemos, sin ir más lejos en el puente romano de Alcántara, el peliculero Golden Gate sobre la bahía de San Francisco, el Ponte Vecchio de Florencia sobre el Arno, el decimonónico Puente de Londres sobre el Támesis, el romántico Ponte dei Sospiri de Venecia o el parisino Pont-Neuf que salva los dos brazos del Sena en el extremo occidental de la Île de la Cité (y que, curiosamente, es, a pesar de su nombre, el más antiguo de los muchísimos puentes con que cuenta París). El de Aviñón es incluso protagonista de una de las más conocidas canciones infantiles francesas:

Sur le pont d'Avignon
on y danse, on y danse,
sur le pont d'Avignon
on y danse tous en rond.

De otros se cuentan historias increíbles. Durante una visita a Cambridge, me aseguraron que el Mathematical Bridge sito a espaldas del Queen's College había sido construido nada menos que por el mismísimo Isaac Newton. He visto repetido este dato en montones de guías turísticas, cuando lo cierto es que en la fecha de construcción del curioso puentecillo cantabrigense, el padre de la física moderna llevaba ya varios decenios muerto y enterrado.

Tal debió de ser la importancia de algunos puentes en épocas pasadas que dieron incluso nombre a la localidad que los albergaba. Ya que andábamos de paseo por la más universitaria de las ciudades inglesas, por ejemplo, no estaría de más explicar que el propio nombre de Cambridge significa literalmente "puente sobre el río Cam". A finales del siglo XI, el obispo de Astorga, Osmundo, puso armaduras de hierro al antiguo puente romano en el camino de Astorga a Braga, para protegerlo de las crecidas del río, y la población surgida junto al reparado puente (pons ferrata) se llamó Ponferrada. En Galicia, resulta fácil deducir la etimología de la localidad coruñesa de Puentedeume (en gallego, Ponte do Ume), a orillas del Ume, pero no tanto la de una de sus cuatro capitales de provincia: Pontevedra.




Esta ciudad, que los romanos llamaron Duo Pontes por disponer de dos puentes, recibió su nombre actual por abreviación del latín Pons Vetera (literalmente, "el viejo puente") y evolución del pons latino al ponte gallego. En Andalucía, cierta población situada a caballo sobre los meandros del río Genil estuvo antiguamente dividida en dos núcleos independientes separados por el río y unidos por un puente del siglo XIII: a la izquierda, el barrio de Miragenil (dependiente de Sevilla); a la derecha, el de La Puente de Don Gonzalo (dependiente de Córdoba). Fusionadas las dos por decreto en 1821, recibieron en conjunto el nombre de Puente Genil.

En fin, dejemos a un lado los puentes para centrarnos en su parentesco con el sumo pontífice. No parece difícil relacionar el latín pontifex, pontificis con pontis (puente) y facere (hacer), pero ¿qué tiene que ver el papa de Roma con los constructores de puentes?

Según cuenta Tito Livio, hasta el siglo VII a. de C. el rey asumía en Roma la mayoría de las funciones sacerdotales, hasta que el legendario rey romano Numa Pompilio, previendo que sus sucesores tendrían que sostener frecuentes guerras y no podrían atender al cuidado de los sacrificios, instituyó unos sacerdotes o flamina para reemplazar en esta función a los reyes cuando éstos se encontrasen ausentes de Roma. El cargo, parece, recayó en los pontifices que habían construido el puente Sublicio sobre el Tíber, función ésta, como la de destruirlo en caso de necesidad, tan sagrada como políticamente importante. En la antigua Roma, pues, el pontifex era un magistrado sacerdotal que presidía los ritos y las ceremonias religiosas. Inicialmente en número de tres pontífices mayores (uno por cada tribu), a ellos se sumó un cuarto cuando la ciudad del Palatino se unió con la del Quirinal. En tiempos de César eran ya dieciséis, agrupados en un colegio muy poderoso, pues elaboraban el derecho religioso, y también el calendario. Tras la caída de la monarquía romana, el rey, que presidía el colegio de pontífices, fue sustituido por un pontifex maximus que designaba los flámenes, las vestales y los sacerdotes de los diferentes cultos, controlaba las actividades religiosas y ejercía personalmente el culto de Júpiter Capitolino.

Cuando, en el siglo IV, el dálmata san Jerónimo emprendió la ingente tarea de traducir la Sagradas Escrituras al latín1, hubo de buscar y hallar para su Vulgata equivalentes latinos apropiados para traducir innumerables palabras hebreas y griegas de difícil traducción. Así, echó mano del latín pontifex para referirse al sumo sacerdote de Israel en el Antiguo Testamento, y también para traducir el hiereus griego que san Pablo usa como calificativo para Jesucristo en su Epístola a los Hebreos. No usaron este título ni los apóstoles ni sus primeros sucesores, pero hacia el siglo VI los papas añadieron a sus numerosos títulos el de pontifex maximus. Desde entonces, se llama sumo pontífice o romano pontífice al jefe supremo de la Iglesia católica (y pontífices sin más a los obispos). De ahí que se llamara Estados Pontificios a la parte de Italia que, entre los años 756 y 1870, constituyó el imperio terrenal de los papas; o misa pontifical a la oficiada por un obispo. Idéntico origen tiene nuestro verbo pontificar, que se aplica a quienes hablan como si expusieran un dogma divino que no admite contradicción.




Fernando Navarro

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